13.07.2021 11:57

Crónica de las revueltas en el Surgidero II

 

La venganza del cártel de La Habana contra los rehenes.

 

Lunes

A la 1:59 pm del lunes, la vida en el Surgidero transcurría sin sobresaltos. No habían vuelto a quitar la luz desde la madrugada del domingo, de lo que nos vanagloriábamos. Incluso nos burlábamos de uno de los municipios colindantes que, por no manifestarse en las calles, sufrieron un apagón de no se sabe cuántas horas.

    Ni imaginar podíamos que, a las 2:pm empezaría la revancha, con otro apagón. La sensación de burla se apoderó del pueblo, que lo tomó como un abierto desafío. Nadie lo esperaba, luego de más de veinticuatro horas con fluido eléctrico. Un pequeño grupo de indignados salieron y recorrieron las principales calles, pero esta vez la gente no parecía muy embullada. De pronto, frente a mi casa, empezaron a pasar sospechosas motos y destartalados autos de la era soviética, con funcionarios del Partido, con dirigentes de empresas locales, y con gente del Aparato. Comenzaba la encerrona. De las altas barandas de un camión de volteo que jamás había circulado por la zona, se veían las cabezas de lo que sin dudas debía ser alguna Brigada de boinas negras, pero de civil. Un destartalado jeep de la segunda guerra mundial, empezó a recorrer las calles del pueblo con un altoparlante que reproducía canciones de Buena Fe.

    A las 2:30 en la calle Real, en el tramo del Puente del Chivo y el parquecito infantil, comenzaron a congregarse los emergentes líderes surgidos en la protesta del día anterior. En el Puente del Chivo, la presencia de un par de patrullas intimidaba y cohibía a la gente. «¿Qué hacemos? ¿Qué harán?». Los ánimos fueron caldeándose poco a poco. Volvieron las consignas enarboladas la tarde anterior, los insultos a las autoridades, y bastó solo media hora para que la caldera de la locomotora cogiera el suficiente vapor para echar a andar; y eso hizo.

    Esta vez éramos muchos menos. Entre cincuenta y cien indignados, no más. Pasamos frente a las patrullas probando fuerza, y nada hicieron. Junto a la logia algún represor nos había puesto un cebo: un puñado de palos podridos, parece que con la idea de que agrediésemos a los funcionarios del gobierno, dándoles así el pretexto para reprimir. Pero eso no ocurrió. Los manifestantes agarraron los palos podridos y empezaron a partirlos contra sus rodillas y a tirarlos con desafío: «¡no vamos a caer en la trampa!». «¡Esto es pacífico cojones!».

    En el portal del cine se había congregado el mayor número de funcionarios. Los manifestantes sospechábamos que dentro estaban las tropas especiales de civil aguardando el momento para reprimir. Pasamos, y nada ocurrió. Una breve estancia en el parque. Seguimos hasta la estación de trenes, doblamos a Maceo, avanzamos, luego doblamos Carmen y avanzamos hasta Toledo, a volver a coger el Puente del chivo y pasar esta vez junto a las patrullas con la conga bayamesa «oye policía pinga / oye policía pinga».

    Frente al cine, esta vez, los funcionarios y militares de civil empezaron a corear consignas. Los manifestantes tomamos el parque y respondimos. Cero violencias. Por cada uno que pierde los estribos, hay veinte para atajarlo. Insultos mutuos, consignas. Esta vez el número de manifestantes y el número de contra manifestantes está parejo. Muy pocos son del Surgidero. Únicamente los que no han tenido más remedio que acudir. En uno de los clímax los manifestantes se acaloran y avanzan a discutir cara a cara contra los funcionarios que están frente a la iglesia, y un encapuchado da un golpe y rompe el parabrisas de un Isuzu. Sube la tensión. Los manifestantes enseguida lo identifican: «¡Ese tipo no es de aquí!». «¡A ese tipo ustedes lo infiltraron!». Con la misma lo persiguen para quitarle la capucha, pero el tipo huye y pasa frente por frente a los comunistas y a la policía, y, obviamente, ninguno lo detiene. Ha vuelto a fallar el intento de violentar la protesta.

    Una de las poquísimas mujeres probadas del pueblo que ha permanecido en el bando de los comunistas, una de las Jamaiquinas, pasa la «línea roja» y se aventura en territorio «enemigo»: el parque. Es una negrona muy respetada que por su tamaño, coraje y honradez, la buscan en todos los comercios para que controle las colas cuando sacan algo. «¡Cojone repinga, ustedes pueden ser hijos míos, dejen eso! ¡Esto es un cocodrilo que tiene la boca de este tamaño, y que no entiende!». Nadie le sale al paso. Se da golpes de pecho y desafía a que alguien le vaya para arriba, pero no se atreven, a no ser una adolescente que la encara y no sé qué le dice y ambas adoptan posturas de gallas de pelea a ver cual de las dos tira el primer golpe, pero nada.

    La Jamaiquina no regresa al bando de los comunistas. Una vez desahogada, se sienta ensimismada en un banco del parque, junto a su pueblo. Las tensiones bajan. Hombres, mujeres, adolescentes casi niños, se relajan y empiezan a conversar como lo más natural del mundo. Ni los comunistas se van, ni han vuelto a poner la luz. ¡Si tan solo hubiesen puesto la luz! Ah, pero no. La venganza, el escarmiento, está en camino. Solo que a los pobres rehenes judíos del guetto polaco, ni por la cabeza le pasa lo caro que van a pagar este desafío que le han hecho al cártel de La Habana.

    La migraña hace rato que está martillándome. Mucho sol, y mucha tensión. No me voy por cara de mi familia y mis jóvenes vecinos, que no escuchan Radio Martí, y no tienen idea de lo que esta gente es capaz de hacer con tal de mantenerse en el poder. Al fin se deciden, y abandonamos el parque. Son más de las 5:pm. No hemos caminado ni una cuadra, cuando nos pasa por al lado un par de patrullas a toda velocidad, y un camión blanco cargado de tropas antimotines. «Vamos que van a dar palos», les digo. Efectivamente. No ha pasado medio minuto, y vemos gente huyendo en desbandada por las calles laterales al  parque. Apuramos el paso. Alguien pasa en bicicleta: «¡Al Sapo lo molieron a palos!». El hijo, de diecinueve años que se retiraba junto a nosotros, rompe en cólera y quiere regresar, pero lo atajamos.

    Las tropas antimotines avanzan apertrechados con cascos y escudos y armados con tonfas y van detrás de los manifestantes que huyen por la calle Zanja hasta el Puente del Chivo, con la misma saña con que los aviones alemanes bombardearon Guernica. Un manifestante regresa y lanza un seboruco. Otros lo imitan envalentonados. Una lluvia de seborucos detiene a los antimotines y los hace retroceder. Los manifestantes huyen otra vez, cuando otro grupo de antimotines amenaza con avanzar por la calle Real. Una furgoneta de la era soviética, fea y cuadrada, avanza a todas velocidad echando el humo prieto detrás de un par de patrullas rumbo a Batabanó, con el parabrisas roto por un seboruco perdido. Luego nos enteramos que al menos cuatro vecinos de mi barrio, la Carretera, van detenidos luego de haber sigo brutalmente apaleados.

    A las 7:pm llegan refuerzos. Tres guaguas Yutones cargadas de efectivos uniformados y de civil pasan por frente de mi casa. Los antimotines patrullan las calles, para intimidar, y a la captura de potenciales cabecillas. Una noticia sin confirmar cae como una bomba en el barrio: el Sapo murió por la golpiza. Los ánimos se caldean. Llamaron a preguntar por él, y la respuesta fue «pronóstico reservado». Unas horas más tarde otra información no confirmada dice que no, que está vivo, en el SIUM de San José de las Lajas. Aquí nunca se sabe. Hay que esperar.

 


 

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Lázaro Castell