16.11.2015 08:17

¿Vale la pena enfrentar al cártel de La Habana?

 

PARTE I

La Circunstancia del momento le exigió retratarse con dos símbolos de instituciones que en pocos meses combatiría de manera encarnizada. En la foto, el Capo junto al gerente de la Coca-Cola, dejando entrever la medallita de la Virgen del Cobre bajo el uniforme en abril de 1959: emblemas del capitalismo y del catolicismo respectivamente

 

¿Vale la pena enfrentar al Cártel de La Habana?

Decía el argentino José Ingenieros que, en ciertos períodos de la Historia, la nación se aduerme dentro del país. Hoy Cuba atraviesa uno de esos paréntesis en los que el organismo vegeta, el espíritu se amodorra, y los apetitos acosan a los ideales tornándose dominadores y agresivos. La indiferencia por los destinos de la patria está, en mi opinión, a niveles nunca vistos. Y aunque las partes enfrentadas convergen en la necesidad de un cambio, va en polos opuestos el rumbo y la velocidad en que cada cual considera debe efectuarse el mismo. Y lo más lindo, que la razón del desencuentro no es la simple diferencia de opinión, sino el músculo de una de las partes –la que en lo adelante llamaré Cártel de La Habana- para, a toda costa, mantener privilegios mal habidos que desaparecerían con la adopción de la democracia como sistema.

Fuera de la cúpula gobernante, la dirección en la que cada cubano empuja o se abstiene de empujar, varía en dependencia de la Circunstancia y del Tiempo real con el que cuenta para realizar un proyecto de vida. Los ideales casi no tienen vela en este entierro. Un cuarto de siglo después del fin de la Guerra Fría, Circunstancia y Tiempo señorean por sobre todas las razones habidas y por haber que tenemos hoy a la hora de decidir qué hacer, si enmarañarnos en una lucha por nuestros derechos cuyo fin no se avizora, o si colgar los guantes aguzando la imaginación para colarnos, a como sea, a través de las grietas del presupuesto destinado a los leales a cualquiera de los bandos enfrentados en ésta, nuestra particular guerra fría.

Ante la disyuntiva del “¿vale la pena luchar?”, lógicamente, las grandes mayorías se decantan por el no: que el factor Tiempo les ha demostrado que los métodos tradicionales no funcionan. Así que mientras exista esa grieta del presupuesto norteamericano llamada Ley de Ajuste Cubano, que automáticamente da asilo político a todo nacional que pise tierra estadounidense, filtrarse en la misma será no ya la mejor, sino casi que la única opción digna de ser tenida en cuenta por quien eventualmente tiene los pies en la tierra. Para las grandes mayorías el resto de las opciones, empezando por la controvertida lucha pacífica, son descartadas.


 

Parte I:

Del culto a la personalidad de Fidel Castro, a la lealtad al Cártel de La Habana

En la maraña de la Guerra Fría, en mi opinión, sí pudo haber tenido lógica teorizar sobre el culto a la personalidad del individuo que encarnó y aún encarna un ideal intangible: Revolución cubana en el caso nuestro. Había fanatismo, fe ciega, entorno al elegido autoelegido para materializar dicho ideal. Desde una parte de las masas ignorantes hasta buena parte de la intelectualidad mundial, llegaron a legitimar el presunto poder que le había otorgado la Historia para atar y desatar no solo en la isla en la que se apoltrona para dar riendas a su megalomanía, sino también en el contexto de una de las dos vertientes sociales en las que se dividía el mundo de entonces: la izquierda.

Fue así como, en sus inicios, esa idea intangible llamada Revolución cubana contó con el apoyo entusiasta de la vanguardia intelectual de Occidente de izquierda, que en su momento aplaudió no solo la destructiva estatalización de la economía cubana, sino la desestabilización política y social e incluso militar de buena parte del tercer mundo. Eso hasta que le pisan el cayo, cuando se miran en el espejo del proceso estalinista que se le aplica a uno de los suyos: Heberto Padilla.

No obstante y a pesar de que la luna de miel con dicha vanguardia empieza a hacer aguas en 1971, el culto a la personalidad de Fidel Castro continuó en el resto de los frentes. Con altibajos, pero continuó. Porque en el caso de la vanguardia cultural y mediática, la ruptura no fue total. La crisis con la vanguardia se limitó sobre todo al ámbito de aquella que tiene a la producción de ideas concretas como plato fuerte: novelistas o ensayistas que de la noche a la mañana se quedan sin argumentos racionales para explicar lo que no tiene explicación. No ocurre lo mismo con la vanguardia cultural cuyo plato fuerte es del tipo sensorial, es decir, la poesía, que pone los sueños por encima del ejercicio racional. En nuestro caso en particular hablo de poesía trovada. Tanto Silvio Rodríguez como Pablo Milanés, las próximas dos décadas, serán los más sobresalientes encargados de apuntalar el culto a la personalidad hacia Fidel Castro no solo en Cuba, sino en toda la región hispanohablante.

1989 marca el fin de “el-alto-sueño”, parafraseando a Padilla en uno de sus poemas de Fuera de juego. Y parafraseando a Pablo Milanés, comienza la etapa del “todos gritarán, será mejor hundirnos en el mar, que antes renunciar a la gloria que se ha vivido”. Con “todos”, en éste caso, hago referencia a la oligarquía heroica que no está dispuesta, para nada, a renunciar a la gloria de lo que dejó de aquella empresa altruista llamada Revolución mundial: fortunas de millones de dólares que aún tienen que lavar, pues fueron levantadas a costa de fingirse frenéticos defensores de los pueblos oprimidos, parafraseando ahora a José Martí.

La década de los noventa supone el reacomodo a la nueva circunstancia histórica. Silvio y Pablo renuncian a seguir haciendo apologías a lo que históricamente ha dejado de ser apologético, se desplazan con los millones que les tocó en el pastel, y ceden espacio a los nuevos cantautores que van saliendo, los que absorben la nueva tendencia trovadoresca básicamente crítica con el pasado reciente mientras ellos, los de la vieja guardia, renuentes al fin de sus días de gloria, inician la era de las lealtades irreflexivas: especie de un fidelismo pero no fruto de la ignorancia de sectores provenientes de las masas populares, sino producto del cálculo frío que les permite colarse en las grietas del presupuesto destinado a los leales. “Yo me muero como viví” proclama Silvio en una doble acepción en su tema El necio y se repliega; renuncia al adjetivo protesta que identificó a su canción, y con él se repliega una élite cultural más conocida por su labor de funcionarios de la cultura que por su impronta. Sintomático es el hecho que luego del restablecimiento de relaciones con los Estados Unidos, otro agudo cantautor ha fundado una especie de “club de los que se quieren” y por ahí va, acuñando el término “generación de los leales”, para tener con qué esquivar potenciales entrevistas incómodas en la nueva meca de la cultura cubana: Miami.

No obstante, el sistema de lealtades irreflexivas no comienza en 1989; más bien se institucionaliza en ese año, con el fin del culto a la personalidad a un líder que, en lo adelante, tendrá que hacer equilibrios entre el uso del terror solapado que alternará con la prebenda, para así mantener un mínimo indispensable de lealtades que lo respalden o legitimen. Este sistema, eso que en Cuba se conoce con el mote de “fidelismo” y cuyos adeptos están dispuestos a hacer no pocas concesiones a su dignidad, es anterior incluso al culto a la personalidad que oficialmente nació en los años sesenta, una vez que el máximo líder elimina la competencia de otros líderes carismáticos que indiscutiblemente le harían sombra.

Algunos estudiosos del tema, aún no desmentidos por los la historiografía oficial, coinciden en afirmar que los albores del mismo se remonta a la Sierra Maestra, al comienzo mismo de la guerrilla del M 26-7 con el desembarco del Granma. Dispersos, hambrientos y aterrorizados por la ofensiva batistiana, el grupo de hombres nucleado entorno a Fidel Castro contaba con pocas posibilidades de éxito. Entonces Crescencio Pérez, conocido narcotraficante de la zona, envía a uno de sus arrieros, el hoy comandante de la revolución Guillermo García Frías, al encuentro de los expedicionarios con vistas a explorar una futura alianza con éste embrión de guerrilla. De consolidarse la empresa rebelde, Crescencio contaría con una fuerza de apoyo que haría dudar a la guardia rural a la hora de subir a la Sierra Maestra, a donde tenía sus cultivos de marihuana. Por otro lado Castro, que nunca vaciló en lo tocante a la máxima del fin que justifica los medios, vio en el narcotraficante y en la bien estructurada red de lealtades que había creado entre los campesinos de la zona, al más fiable de los aliados.

Aquella masa de campesinos iletrados inaugura el fenómeno que conocemos hoy como “fidelismo”. Líderes naturales y formados en la ética como Frank País, José Antonio Echevarría o incluso Camilo Cienfuegos, de haber sobrevivido a 1959, difícilmente se hubiesen adscrito a ésta clase de lealtades propias por un lado de hombres-masa que realmente creen en el advenedizo, y por el otro de arribistas que, convencidos que de momento no hay otro paraguas en el horizonte, no dudan en recurrir a la precariedad del mismo para cobijarse fingiendo lealtad entre tanto no puedan cambiarse a otro que les brinde una real seguridad. Y estos últimos van desde el humano con los apetitos más primarios, o sea los muchachos del barrio que colaboran con el MININT para garantizar la protección “oficial” a su negocio ilícito, hasta intelectuales e importantes figuras de la élite cultural que, para no enfrentar argumentos en contra de la bandera que dicen abrazar, juran lealtad sentimental a la misma, lo que eventualmente les garantiza un espacio en las grietas del presupuesto destinado a quienes así se proyecten, al menos en público.

El primitivo fidelismo, el nacido en la Sierra Maestra, se repliega entre los años 1969 y 1989 para retomar el protagonismo a partir de la década de los noventa, ya en otra circunstancia. Porque el paso del tiempo ha convertido a aquél puñado de campesinos jóvenes en los hoy tercos ancianos de la Asociación de combatientes de la revolución. Mientras tanto la vanguardia de aquellos, es decir, los que al igual que Guillermo García Frías evolucionaron de simples arrieros leales a Crescencio Pérez a comandantes de la Revolución leales a los Castros, se constituyen en la multimillonaria élite mejor posicionada bajo el paraguas del más peculiar de los cárteles latinoamericanos: el de La Habana.

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Lázaro Castell