07.09.2015 09:22

La rebelión de los WASP


Donald Trump y la rebelión de los WASP

Viva Vietnam y que viva Forrest Gump
Viva Wall Street y que viva Donald Trump
Viva el 7-eleven

“El dúo guantanamero Buena fe no pasa de ser una mezcla de Ricardo Arjona con Pasteles Verdes”, asegura un intelectual sin sospechar que, al afirmarlo, me hace blanco del peyorativo. Porque, si bien me autoproclamo integrante de la última hornada de escritores cubanos que tuvo el “privilegio” de gozar de las llamadas lecturas de juventud sin la distracción mortal que para las nuevas generaciones supone la revolución informática, no es menos cierto que, la crisis editorial de los noventa, me convirtió en un empedernido lector de clásicos decimonónicos, sin conexión alguna con otra actualidad-realidad que no fuera la del entorno inmediato: la Cuba del período especial.
Para desentrañar lo que había en el más allá de mis narices, entre otras escasas fuentes me valí de las crónicas pop de Ricardo Arjona. Un ya clásico álbum, ese que habla de balsas de Miami hacia La Habana en un hipotético trueque norte-sur, fue una de mis referencias.
En la letra de la canción, el simbolismo del abdomen de Stallone era obvio. Las Mc Donalds y las Madonnas, el basquetbol, el rocanrol, eran obvios. Forrest Gump y lo demás sí me quedaba de tarea. Trece años después, con eso del paquete semanal, me entero que Forrest Gump es una película, e impregnado de esta parodia de buen estadounidense que en mi opinión sugiere la misma, subestimo la carga emblemática del tal Donald Trump, al encasillarlo como un apellido utilizado por Arjona solo porque rima con el título del largometraje, no por un ente de mayor importancia que identifique a Norteamérica. Sin embargo, heme casi veinte años después de la salida al mercado de la “canción-itinerario”, escribiendo sobre lo que, de hecho, pasó a fungir como la última estación del recorrido de la crónica pop del guatemalteco. Porque si bien los comentarios del ahora candidato republicano a la presidencia constituyen una comidilla política y mediática del tipo Mónica Lewinsky, lo que más parece estar asombrando a los expertos, es el arraigo de los mismos en el electorado.

¿Cambio de referentes simbólicos? ¿Fin del reinado mediático-social de las políticas en favor de las minorías sociales desfavorecidas?
Un vídeo subido a You tube por un joven español y distribuido en Cuba mediante el paquete semanal, protesta ante lo que se le antoja la influencia oportunista de un lobby gay a la hora de entregar los premios del festival Eurovisión: Una canción muy normalita, y un tono de voz muy normalito. ¿La novedad? Un transexual con una hermosa cara de mujer, pero con barbas. Me encantan los gay –reclama el joven- pero es que ya están haciendo lobby. Hace mucho que no son discriminados, no tienen por qué seguir actuando como una minoría perseguida y acosada que cierra filas en los eventos para defenderse… no sé de quién.
Un artículo aparecido en el diario digital 14yMedio que, luego de opinar sobre los sucesos de Ferguson gira hacia la realidad cubana y sugiere que la misma contiene los elementos discriminatorios que motivaron las protestas raciales acaecidas allí en el último año, motiva un foro donde predomina la opinión contraria a lo que sugiere el periodista. Uno de los participantes se queja del presunto oportunismo de simpatizantes de panteras negras que viajan a Ferguson desde todo el país para caldear las pasiones raciales. Se queja de que, recientemente, el asesinato de una inmigrante este-europea a manos de afrodescendientes no lejos de allí, pasa desapercibido para la opinión pública.
La telenovela brasileña Dos caras de 2007 que se transmite en Cuba en horario estelar, pone sobre el tapete los dos ángulos fundamentales del problema racial. Una cara del mismo es Evilacio, el joven de la favela que se enamora de la blanca rica y enfrenta, con dignidad ejemplar, el racismo enfermizo del padre de la misma. La otra cara es Rudolf, un estudiante mestizo, que aprovecha su liderazgo y la inclinación de la ley y la sociedad brasileña a superar los rezagos de la discriminación racial, para vomitar su menosprecio a todo lo que se le antoje burgués o eurodescendiente. El solo hecho de que me llames blanquita en ese tono –lo encara una chica- ya implica racismo a la inversa.
Tres ejemplos de nuevas tendencias tomados al azar antes de continuar disertando sobre el tema que me ocupa: Donald Trump, y el arraigo de su controvertido discurso en una parte nada despreciable del electorado norteamericano, unido al escándalo del resto de los miembros de su propio partido, hacia lo que se asume como una directriz políticamente incorrecta, demasiado arriesgada en época de elecciones.
Si Barack Obama ha simbolizado para muchos la culminación exitosa de la tendencia occidental pro-grupos-desfavorecidos, el canto de cisne de toda una época que ha durado décadas, Donald Trump podría estar representando el comienzo de otra. Podría estar dando voz a las nuevas generaciones que han crecido bajo los dogmas de la igualdad racial y cultural, y que no piensan seguir permitiendo, cruzadas de brazos, que ciertos representantes de grupos sociales antes discriminados, sigan inflando para culpar a la “cultura o raza hegemónica” de todos sus males, como si la cuestión dependiera únicamente de tomas de decisión de carácter político y legal, obviando así el papel que debe jugar el esfuerzo individual de cada cual, la renuncia de dichos grupos sociales desfavorecidos, a determinados lastres culturales que les impiden convertirse en ciudadanos del siglo XXI.

1968-2015: de la aurora al crepúsculo de los baby boomers
En un ensayo publicado un par de años antes, 1966, el analista político Raymond Aron se hace eco del lamento silencioso de buena parte de la sociedad norteamericana de la época. Yendo a contracorriente en relación a los paradigmas reinantes en el Occidente cultural y universitario de la segunda posguerra, dominado éste por un pensamiento de corte marxista y en favor de las políticas de la Unión Soviética, Aron lo titula “El ingrato papel de una gran potencia” y, básicamente, proclama lo que es inherente para todo el que practica la caridad o la solidaridad al prójimo: “al estado que domina se le niega lo que más desea, y los americanos desean ser queridos, por encima de todo”.
En mi opinión, ahí radica el éxito del nuevo reality montado por Trump. Menospreciando el voto latino y el afrodescendiente, durante el último medio siglo tan caro a todo candidato a la Casa Blanca, Trump se lo juega todo al fronterizo que desde los sesenta vive reprimido en el alma del estadounidense tradicional, a ese que durante el siglo XIX obviando al Estado norteamericano, entidad responsable histórica, moral y política, se apoderó del oeste moviéndose a impulsos de fuerzas primitivas, no sujetos, por tanto, a las restricciones ni a las limitaciones que pesan sobre las comunidades políticas civilizadas. Según la opinión de algunos historiadores, dichos hombres acuciados por una ley de vida, al despojar a pieles rojas, españoles y mexicanos, no violaron ninguna ley moral ni se apoderaron de lo ajeno con la conciencia de una falta. Llenaron, sencillamente, necesidades biológicas: la gran ley darwiniana de la lucha por la existencia.
Con su nuevo reality…, Trump parece decidido a romper los esquemas predominantes del último medio siglo, para lo que no están preparados ni la opinión pública norteamericana, ni la prensa, ni los miembros de su partido. Evidente defensor del melting pot, su experimento va a contracorriente del pensamiento intelectual y universitario de moda en Occidente que mutó, del marxismo pro soviético según Raymond Aron durante los sesenta, a la defensa de la diversidad cultural a partir de los noventa. Como convencido de la superioridad de los valores occidentales en general y de los norteamericanos en particular, Trump no teme quedar como racista al cuestionar la eficacia del resto, por lo general antiestadounidenses, cuando se trata de producir riqueza, bienestar, y felicidad para sus pueblos.
En su discurso, entre líneas, reaparece cínica la proscrita dicotomía civilización-barbarie. El fanatismo y la superstición cobran nuevo significado. Trump los indulta de la cesantía a que los condenara la revolución de 1968, y los aplica a la tolerancia irresponsable que, pretendiendo erradicar la discriminación cultural y religiosa, derivara en los nuevos extremismos que conocemos hoy tales como el indigenismo radical y el populismo en América Latina, así como Al Qaeda en el Oriente Medio y, más reciente, el Estado Islámico. Con el mismo ardor con que los autodenominados representantes culturales de los países no occidentales defienden sus culturas del “imperialismo cultural”, Trump parece decidido a lo contrario dentro de su país, es decir, a defender al american way o life de la “invasión” extranjera, en particular de la mexicanización de los Estados Unidos.
Conste que no hago una apología a su candidatura. Con éste hombre al mando, estoy convencido que el Estado norteamericano se tambalearía en su esencia de entidad responsable histórica, política y moral que ha sido siempre. Pero no obstante al alma cristiana de éste pueblo, no hay que descartar que el cuerpo del mismo se conforma de seres humanos de carne y hueso, no de santos de naturaleza heroica que van por el mundo haciendo el bien y obviando las bofetadas que reciben a cada paso, como ha sido desde que emergieran como potencia mundial. Es humano que la mayoría de los cristianos que dan cuerpo a los Estados Unidos, en particular los protestantes que fundan la nación hoy conocidos como los WASP, podrían, en lo más íntimo, estar incubando el cansancio de recibir dichas bofetadas, no obstante la metáfora cristiana de la otra mejilla que predica, como correcta, la religión que practican. Porque todo tiene un límite es realista reconocer que, quien demuestra el amor al prójimo no escribiendo ensayos o haciendo activismo político y social financiado por terceros, sino quien lo practica con las donaciones que hace de su propio bolsillo salidas del sudor de su frente, aspira, al menos, a la gratitud, cualidad que tradicionalmente se le ha negado a dicha nación.
Donald Trump lo sabe muy bien. Donald Trump no confunde al pastor que predica la caridad, con el rebaño que la materializa. Sabe que la grandeza del alma cristiana de los Estados Unidos está en que la misma ha triunfado en donde único puede triunfar: en la razón. Y la razón somete a las bajas pasiones; pero casi nunca las elimina.
Por ello es humano, un día, cansarse del discurso tercermundista o populista que culpa de todos los males al imperialismo norteamericano. Es humano cansarse del discurso multicultural que insiste en mantener tradiciones arcaicas que, para lo único que han servido, es para mantener y prolongar la pobreza y el atraso de algunos pueblos por tiempo indefinido.
La generación clasificada como Baby boom envejece. Esta generación, por lo general idealista de izquierda que promovió la lucha por los derechos civiles y la igualdad racial, de género y de orientación sexual, esta generación que ostenta hoy el poder político, económico y mediático, se está jubilando para dar paso a la conocida como Generación X. Esta última, formada en las conquistas sociales fruto de las luchas de su antecesora, tiene, por consiguiente, códigos diferentes. De manera sustancial valora lo material mucho más que la anterior, así como el éxito individual a toda costa. Escéptica, convencida de la imposibilidad del éxito económico en sus respectivos países en el caso de los pueblos del tercer mundo, emigran a destinos consolidados, pero, en no pocas ocasiones, arrastrando determinados lastres culturales, muchas veces sin respetar los códigos de las culturas de destino. Incluso, a veces, menospreciándolos.
Ahí es a donde entra en escena el reality de Donald Trump, en el crepúsculo de los baby boomers que, fieles al recuerdo de sus protestas callejeras de juventud, no consiguen tasar los pros y los contras de los resultados de las mismas al cabo de décadas. Muchos no se dan cuenta que las pasiones ideológicas de los sesenta ya no están. Muchos no se dan cuenta que estas dieron lugar a pasiones o fanatismos culturales y religiosos, muy bien aprovechados por oportunistas de toda calaña para vivir a costa de los mismas bien arengando multitudes, bien promoviendo políticas que condenan a comunidades vivas enteras a vivir con taparrabo en nombre de la diversidad cultural, para exponerlas al mundo civilizado como se expone un fósil o un jeroglífico. El alma fronteriza de los WASP que fundaron la gran nación, esa que progresa a golpe de fuerzas primitivas sin conciencia de culpa y que malamente se somete a la razón de la fundamentalista doctrina protestante, podría estar rebelándose contra los frenos que impone ésta última al escuchar los discursos de Trump, que no son más que un retorno a los orígenes.
Aunque en lo personal Trump y su discurso se me antojen poco serios, más propios de un reality show que de una campaña a la presidencia, no descarto la posibilidad de que, por controvertido, siembre precedentes. Llegue al nivel que llegue su candidatura, los próximos aspirantes a la Casa Blanca tendrán que tomar en cuenta el fenómeno y reconsiderar las ventajas legales y mediáticas de las que han gozado los grupos tradicionalmente desfavorecidos, desde los años sesenta hasta la fecha. Al menos, las ventajas del tipo incondicionales. El sentido común dicta que, quien ayuda, tiene el derecho de poner condiciones para entregar dichas ayudas y no al revés, como suele ser. Quien pone el dinero de la solidaridad o el dinero de la caridad, tiene todo el derecho a exigir condiciones que en el futuro eviten los contratiempos que motivaron dicha ayuda. Y quien recibe la ayuda, solidaria o caritativa, tiene, además del deber de agradecer, el deber moral de ser lo bastante humilde como para identificar y reconsiderar los lastres que motivaron dichas ayudas sean éstos culturales, religiosos o nacionalistas.
Dudaré hasta el final de la elección de Trump. Tengo fe en que el sentido común de la nación que tiene como lema In god we trust, primará sobre el instinto fronterizo y pragmático del Destino manifiesto. No obstante, habrá de tomarse notas en lo adelante.

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Lázaro Castell