14-3-2009

 

LA CULTURA DE LA POBREZA

 

Combine el bajísimo costo de la prensa escrita a la escasez de papel sanitario, y hallará explicación a la alta demanda de los periódicos oficiales. Combine también dicho costo al valor real de las chequeras de la gran mayoría de los jubilados, y comprenderá las ventajas de un negocio que en cuestión de horas quintuplica la inversión. Esto último en la capital, que en el campo nada. Hace unos meses, cuando quise cuadrar la caja con el cartero, quedé pasmado con las estadísticas que me dio. Primero: no me podía suscribir al Granma porque hacía ya veinte años que no admitían suscripciones. Segundo, no me podía vender a peso ninguno de los cinco periódicos gratis a que tenía derecho, porque los cinco íntegramente se los daba al lechero a cambio del litro de leche. Tercero, en el pueblo ningún viejito vendía periódicos a peso porque al estanquillo solo entraban veinticinco, y ellos entre sí se contaban en la cola para que nadie los timara, y ay de él si llegaba a faltar alguno.

No obstante hay una señora que me presta el Granma casi todos los días a las seis de la tarde a cambio de un servicio. Como según ella soy inteligente, debo interpretarle la caricatura que sale porque la caricatura es un mensaje cifrado del número que tirarán esa noche. En vano me esfuerzo en brindarle, acorde a su nivel, una explicación racional sobre política: nunca queda conforme. Ya había debatido la caricatura con otras comadres, y el quid no estaba en la repercusión que la crisis financiera tendría en los pueblos de América Latina, representada con un indio pordiosero que se apoyaba en un par de muletas para pedirle limosnas al tío Sam: había que jugar el cojo, y como al indio lo acompañaba un perro sarnoso, el cojo con perro chico sería el parlé de esa noche.

Según la Encarta, el tema de la superstición es algo relativo y tal vez intrascendente, pues un ateo puede llegar a considerar supersticiosa todas las religiones sin distinción. En cambio para el personaje central de la novela de George Orwell, 1984, el régimen estalinista promovía esta clase de opio entre la masa de proles para mantenerla en la oscuridad de la ignorancia. No convenía que asociaran la noción de progreso personal al trabajo emprendedor y responsable, porque éste conducía inexorablemente hacia la libertad.

En Europa y en Norteamérica, la superstición no constituye un riesgo porque existe una institucionalidad fuerte. Estas sociedades se pueden dar el lujo de permitir en la televisión el desfile de gitanos, cartománticos, astrológicos y cuanto adivino aparezca en el horizonte, porque además de contar la población con un sistema de enseñanza respaldado por el gobierno, hay una serie de instituciones no gubernamentales que se encargan de complementarlo. Es la sociedad civil que deviene en sociedad civilizada.

En el Tercer Mundo, por desgracia, la arraigada superstición nos deja miopes. La falta de una cultura institucional deja el campo libre, por un lado, al ajiaco de impostores que sacan una buena tajada de la ignorancia del pueblo desorientado, y por el otro, a los caudillos que no hallan obstáculos para su demagogia mesiánica. Entonces, la institucionalidad que sienta las bases al progreso del Primer Mundo, es descalificada como arrogancia cultural, mientras las supersticiones tercermundistas promovidas como expresiones de la nobleza innata de dichas culturas. Nobleza que, dicho sea de paso, el caudillo-mesías se encargará de proteger de la ambición de las culturas arrogantes.

Florece así la cultura, mejor dicho, la incultura popular. Y no me refiero al caso de algunos países latinoamericanos, donde las elecciones las ganan o los comandantes justicieros, o los floridos enviados de la providencia que salvarán la patria y la dignidad de las tradiciones. Florece también en Cuba, al amparo de una educación estatizada y materialista, sin armas efectivas para detectar y frenar el alcance real de dicho flagelo, que en lugar de apostarle al trabajo emprendedor y razonable para combatir la pobreza, o bien se lo juega todo a la suerte del número que soñó, o bien derrocha un mini capital, bueno para invertir en algo práctico, en pagarle al impostor que abrirá los caminos al milagro del progreso que, según él, caerá del cielo.