28-2-2009

 

LA COMPARSA DEL LIBRO

 

Pocas veces un programa humorístico me satisfizo tanto como aquel Deja que yo te cuente, en el que el personaje Lindoro Incapaz se revelaba como poeta. Hablando en cubano, el guionista se la comió en el nivel de simbolismo con que sintetizó la política literaria del gobierno cubano, en una estampa de apenas diez minutos. El resto de los personajes, caricaturizando a algunos señores de la UNEAC, bebían en grandes tazas un cocimiento amargo al que llamaban té parodiando a los tés o cafés literarios de reciente creación, mientras se burlaban del texto leído por el burócrata devenido en poeta, cuyos valores literarios iban siendo explicados por un crítico con argumentos aún menos comprensibles.

El programa, con sus visos, logró reflejar divorcio escritor-lector en la Cuba de hoy con la alarma que merece: el “poeta” leía cosas que el público no entendía, y como respuesta, el público se burlaba del “poeta”. Así de sencillo. ¿Y qué hubo de la editorial que le publicó a dicho burócrata? Cualquier semejanza a las casas editoras territoriales que se fundaron por el año 2000 en todas las provincias, no es mera coincidencia. Con volúmenes cuyas páginas oscilan entre las 40 u 80 y en tiradas de 500 ejemplares, cualquier operador de combinada cañera puede compilar cualquiera de sus décimas, que ya las autoridades culturales de su zona se encargarán de catalogar como literatura. Meses más tardes, dicho operador podrá lanzar su libro en el central azucarero donde trabaja, y de este modo engrosar la lista de escritores formados por la revolución y beneficiados con su política editorial.

Al final los resultados serán dados en cifras: tantos cientos de miles de cubanos por toda la isla visitaron la feria que se dio en tantas decenas de ciudades y fueron vendidos tantos millones de ejemplares. A nadie se le ocurre aclarar que, los ejemplares que fueron vendidos en el central azucarero, quienes los agotaron fueron los familiares, amigos, y compañeros de trabajo del novel poeta, mientras que el resto, que fue llevado a la librería de la cabecera provincial, agonizará bajo un manto de polvo. Y menos se hablará de aquellos libritos de cuentos que la editorial gente nueva comercializó a uno o a dos pesos, que por decenas fueron adquiridos por las madres porque ayudan a resolver el asunto de los regalos de las fiestas de cumpleaños. Estos libritos de cuatro páginas, para las estadísticas, tienen el mismo valor-por-unidad que, por ejemplo, los más recientes premios Alejo Carpentier.

En los países normales es el mercado del libro quien legitima al creador según la calidad de su obra, conjuntamente a la capacidad que tenga éste para llegarle al público. Es la billetera del público quien da la última palabra. En Cuba, es el gobierno. Es el gobierno mediante una red de premios quien hace popular, o invisible, al escritor. ¿Qué por ciento de las personas que visitan la feria de la cabaña conocen a los autores cubanos contemporáneos? ¿Y cuando logran distinguirlos, exceptuando a los que se estudian en las escuelas, qué por ciento es capaz de citar la obra que legitima a dichos autores y hablar de la misma con criterios de propiedad?

Más que una feria del libro, la de La Habana no pasa de ser una feria de vanidades fatuas, en la que un escritor, de preferencia bien anciano, es desempolvado del olvido, elegido zar literario del año, y paseado en hombros por las principales ciudades de Cuba durante unas semanas, amén de que se le publica la obra de toda una vida. Poco –o nada- importa que sus libros se vendan o no. Al fin y al cabo lo que cuenta es la ilusión de un pueblo que se cultiva en masa, y para ello basta con las imágenes de la afluencia masiva, las estadísticas rasas de venta, y el alboroto carnavalesco de la burocracia literaria arrollando por toda la isla.