enero 2010

 

VEINTE AÑOS DESPUES

Parece lejana aquella mañana de enero en la que el profesor del politécnico, entre martillos y serruchos, nos informó que el país entraba en el período especial. Descubrir que el comunismo “científico” era científicamente inviable por criminalizar la libertad del ser humano, nos tomó de sorpresa. Porque ni tan siquiera nos habíamos enterado de que no éramos libres. Entonces, sin el suministro de ropa y comida que nos garantizaba el campo socialista, la libertad pareció estar a la vuelta de la esquina.

Pero han transcurrido veinte años desde entonces y, de libertad, nada. Y se dice fácil. El gobierno dejó de garantizar al pueblo la magra ración de comida y ropa, transfirió la culpa de la ineptitud del sistema al vecino rico, y así, sin más, salió a flote. Para ello tomó de rehén las necesidades fisiológicas elementales del pueblo, y desde entonces las ha venido utilizando como una espada de Damocles que deja caer a todo el que se atreva a cuestionarlo. Según muchos de allá, los cambios son cosa únicamente de los de acá. No saben que, si nos movemos un milímetro, la policía política nos vigilará y asediará tanto para impedir que nos “busquemos” el dólar diario, que nos echará a los brazos de la limosna de las organizaciones internacionales que ayudan a los luchadores por los derechos humanos.

Con el agravante que, recibir dicha limosna, constituye el más grave de los delitos: el de mercenario a sueldo de potencias enemigas. Léase la novela 1984, de George Orwell, y tendrá una idea de lo que es ser vigilado día y noche por el ojo estalinista de un Gran Hermano. Usted dirá que, aun así, algunos se atreven luchar por sus derechos. ¿Pero, por qué tan pocos, y tan divididos?

La proporción es quizás de uno por cada millón. No hay espacio para más. Solo un cubano de cada millón, cifra más o menos aproximada, ha logrado crear el capital simbólico necesario para volverse “invulnerable” a dicha espada. Tenemos Gandhis y tenemos Mandelas en las arenas del caribeño circo romano, a los que el César no elimina para que, cuando Occidente chille por la piedrecita que es su tiranía, poner cara de gato manso y decir que, después de todo, no es tan malo porque no les suelta las fieras.

Por cada Gandhi o Mandela pongamos que haya cien cubanos que los siguen de manera comprometida. Solo cien, no más. Una segunda escala, pero sin nombre propio. Tienen el patriotismo, la disposición y la fe de los Gandhi o de los Mandela, pero no el talento de éstos, o la suerte de haber dado con el camino del reconocimiento internacional.

Son los que llevan la peor carga. Son los que ponen la carne de cañón, los que agonizan por hambre y sed en huelgas de las que solo se hace eco la Radio Martí. Llevan la peor carga porque a estos les sueltan las fieras del Coliseo cada vez que las turbas del circo se agitan más de lo admisible, para dar escarmientos.

La tercera escala de rebeldes es la que más sufre si nos ajustáramos a la teoría de Dostoievski, de que el sufrimiento ajeno es el más insoportable. Me refiero a los familiares, sobre todo, a las madres.

En 1990 pensamos que la libertad no tardaría en llegar, esperamos, y en la eterna espera hemos dejado nuestros mejores años. Hemos sido testigos con amargura de cómo la ideología muerta ha sido sustituida por consignas vacías, de cómo a las ideas las ha suplantado un aluvión demagógico, y hemos visto nacer y crecer a toda una generación que no ve en Cuba una patria, sino un territorio baldío y arruinado, por el cual no vale la pena luchar.