15-1-2008

 

LA DESCALIFICACIÓN

Si tuviera que calificar el término que da pie al comentario, emplearía el adjetivo precisión. El presidente Zapatero dio en el blanco durante la Cumbre al emplear, la palabra precisa, en lo que terminó convirtiéndose en la cumbre de la Cumbre:

(...) se puede discrepar radicalmente de las ideas del oponente (...) pero para respetar, y ser respetado, debemos evitar caer en la descalificación. Por eso exijo, exijo, exijo, exijo, exijo...

De no ser por el Rey, la pronunciación del término respeto hubiese demorado todavía un par de minutos.

No soy un experto en historia, solo imagino que, desde que en el mundo se institucionalizó a la Democracia como paradigma del gobierno justo, todo gobernante que se respete, y para ser respetado, debe ceñirse además de a todos sus pilares, a uno específico: la pluralidad. Una vez que el sentido de la pluralidad enferma obstruyendo las autopistas del libre debate de los argumentos, la salida más recurrente – salida, valga la redundancia, de los cánceres y de sus parásitos acompañantes- es la descalificación. La descalificación es la manera de reprimir que más se ajusta al relativismo de la era postmoderna. ¡Y la que mejor funciona en las dictaduras! A los complicados argumentos de nuestros tiempos, únicamente digeribles por hombres de mentalidades sagaces, suele oponérsele la frase hiriente que exacerba las pasiones de las masas previamente fermentadas en un único discurso político. Y que hay cada unas...

Por ejemplo en La fiesta del chivo, Vargas Llosa hace referencia a la "magnífica" idea que tuvo el jefe de la Seguridad del régimen de Trujillo, que para descalificar al obispo enemigo, por cierta carta pastoral que movilizó a la opinión pública internacional en contra suya, lo acusó de haber cometido inmoralidades con un grupo de monjas. ¡Hasta al propio Trujillo le divirtió aquella descalificación, pues por más que se esforzó, no logró imaginar al anciano en acción!

Las descalificaciones sexuales han sido de las más recurrentes, pero no son las únicas, y al compás de Trujillo y sus agentes bailan muchos en el Caribe. Una de las más curiosas hizo alusión a un grupo de personas que el 24 de febrero de 2003 celebró el Grito de Baire. Los mismos, al parecer, desconocían que para alcanzar el status de "luchadores por una idea", debían mantenerse en el combate con la barriga vacía. ¡Grave error! El que dictó las reglas del juego los descalificó por haber consumido bebidas alcohólicas, en lo que ordenó transcribir el periódico como "patriótico acto", así, entre comillas para destacar la ironía. Y si todo hubiese quedado ahí..., pero no. La ocurrencia de descalificar a aquellas personas simplemente por haber consumido bebidas alcohólicas mientras "luchaban", nos hubiese dado risa al igual que a Trujillo, solo que el jefe de la Seguridad de aquél se quedó corto con el disparate con que descalificó al obispo, porque los de acá lo superaron con creces: no solo cometieron el de descalificarlos por haber "vendido" a la patria a cambio de bebidas y entremeses, sino el de condenarlos a más de veinte años de cárcel, quizás, digo yo, por haber cobrado tan barato.

Las descalificaciones no necesariamente tienen que estar compuestas de palabras fuertes como fascista, sacrílego o borracho. Algunas aluden a metáforas finamente elaboradas, como una muy sutil que describe a los incómodos opositores como "unos pececitos en una pecera sin agua en la que sustentarse". La escuché por primera vez después de la visita del presidente de México en 2002. Lo de "pecesitos de pecera" puede interpretarse de varias formas y de todas descalifican. Los peces de las peceras para lo único que sirven es para la exhibición, o sea, que no son el verdadero enemigo, sino la máscara edulcorada de aquél, frágil e inocente. Alude también a poca virilidad, que ningún combatiente que se respete le gustaría ser comparado con un goldfish, y por último dejan muy clara la situación de los mismos: no son peces que nadan en las aguas libres del océano, sino en las de una pecera a la que basta retirar el tapón para que mueran asfixiados.

Los capitanes de la Batalla de Ideas no desperdician el cajón de aire que deja el descalificador mayor a su paso. Allá está el libro "Los disidentes", con fotografías de los paquetes de sopa con que el enemigo "compró" a sus peces. ¡Y qué decir de la intervención del expresidente de la FEU, en el Aula Magna de la Universidad durante la visita de Carter a La Habana! Según él, el Proyecto que intentaba promover el Premio Nobel por la Paz, no era válido por ser la expresión de "personas que nadaban en una piscina sin agua ni oxígeno en la cual sustentarse", ¡y nada más! En la hiperpregunta que formuló, solo le dedicó a los autores del Proyecto la referida oración. Y eso que, según confesó al inicio, no tenía pensado intervenir.

Quien descalifica lo único que hace es subrayar la falta de argumentos que tiene, ya sea por ignorancia, por oportunismo, o por ansias de gloria personal. El bombardeo mediático que lleva años soportando el pueblo cubano con el eufemista calificativo de Batalla de Ideas, llega al colmo del ridículo con los spots animados que se vienen transmitiendo entre programas televisivos desde 2003. Comenzaron tratando de ridiculizar al jefe de la SINA, con aquella frase en que se autodenominaba "el elegido", y salía volando como un angelito con una varita mágica. Después le llegó el turno al presidente de los Estados Unidos, un sujeto caricaturizado con unas orejas enormes popularizando la frase "mi dar perreta", primero, y luego "no me dar mi gana americana"

La decalificación, lejos de combatir al oponente, lo que hace es descalificar a quien la emplea como arma. Y la mejor de la armas a esgrimir contra los descalificados descalificadores, es el silencio. No vale la pena hacer otra cosa, e incluso es imposible porque no suelen dialogar con la mente fría, con el "me escuchas, y luego te escucho", sino ladrar de rabia. Los descalificadores solo acuden al diálogo cuando éste es la única vía como táctica para ganar tiempo mientras las aguas enturbiadas vuelvan a aclararse.

Quien tiene vergüenza, en silencio, mira a los ojos del calumniador, y confía en la inteligencia o en el sentido común de los testigos que ya sabrán calibrar su integridad denigrada, incluso si llegado a un punto el denigrado llegara a perder los estribos y nos sorprendiera con un "¡por qué no te callas!".