19-7-2008

 

Antirracismo, pero con seriedad

A varias niñas sudafricanas de cuatro años de edad, una encuestadora les dio a elegir entre una muñeca blanca, y una muñeca negra. Uno de nuestros espacios noticiosos televisó el reportaje como base para denunciar que en el país, otrora emblema de la discriminación racial, el mal continuaba siendo transmitido de generación en generación porque todas las niñas, en su mayoría de la raza negra, habían elegido a la muñeca blanca.

Para mí la encuesta, lejos de activar la alarma por racismo en Sudáfrica, activó la de la insensatez de no pocas instituciones encargadas de promover la armonía entre los hombres. ¿Habrán descubierto un gen encargado de transmitir herencias culturales? En cambio las niñas encuestadas, con su elección, demostraron que la semejanza de la raza humana entre sí va más allá de la simple compatibilidad genética con que está dotada, al dar testimonio de que, además, es compatible espiritualmente.

Esta segunda e inseparable compatibilidad, a diferencia de la primera que se mantiene incólume desde que el hombre apareció en la tierra, varía continuamente en el trayecto de la existencia del sujeto individual por efecto de circunstancias como la cultura, la época, la política, el medio social, la economía, y un sinfín de ingredientes no solo externos, sino internos, entre los que merece destacar la madurez del individuo, la edad, el coeficiente intelectual, la capacidad para discernir entre factores como atraso y adelanto, y la voluntad consciente para elegir, entre ambos, el más adecuado.

La encuesta, además de haberme parecido cruel tanto por quienes la hicieron –quizás con el mejor de los fines- como por quienes la retransmitieron –no sé si con el mejor de los fines- debido a la utilización impúdica que hizo de la naturaleza infantil que, valga la redundancia, debe ser por naturaleza sagrada, estuvo lejos de iluminar para favorecer los propósitos desigualdad racial.

La igualdad de la raza humana trasciende al espiritual. Sin la búsqueda consciente y responsable de un fin último y común, llamémosle “Verdad” por llamarlo de algún modo, no podríamos defender la tesis de que somos iguales porque tendemos al bien. Esto validaría teorías discriminatorias, al afirmar que la historia legitima la supremacía de razas más inteligentes y capaces sobre otras menos dotadas.

La escena de la Cuba actual no escapa a la peor de las herencias que dejaron al mundo las corrientes contemporáneas de pensamiento. El postmodernismo, más que igualitarizador de hombres, igualitarizador de cuanta actitud ante la vida le pongan delante, lo único que logra es la más burda confusión al relativizar el ideal inmaculado de un solo paradigma. Según dicha actitud ante la vida todos sin excepción, porque son iguales, tienen derecho a erigirse como paradigmas; sujetos, gobiernos, religiones, y culturas.

El tema de la discriminación racial, objetivo de este comentario, no se resolverá mientras continúe siendo tratado con la superficialidad que se empleó en la encuesta realizada a las niñas de Sudáfrica. El camino definido de la búsqueda del bien común es un camino que evoluciona partiendo del reconocimiento de errores, y la voluntad explícita de superarlos.

Quizás en nuestro país, una de las aristas radique en algunos de los ritos oriundos de la cultura africana, y en la incapacidad de sus practicantes para consensuar un dogma que “obligue” a hacer el bien y “condene” explícitamente prácticas que van en detrimento del prójimo, pasando por ceremonias que, en lugar de liberar al hombre, lo esclavizan a un fanatismo irracional que lo obliga a desembolsillar el dinero que tienen y el que no tienen, no siempre con fines justos, y no pocas veces instigados por sujetos que inescrupulosamente manipulan el dolor ajeno en aras de lucro personal. No avanzaremos hacia el progreso mientras continuemos minimizando la importancia de la evolución histórica, la que a su vez será imposible sin la evolución individual. La fe, se legitima cuando da razón de sí. En el caso de las tradiciones, debería conservarse únicamente lo mejor, lo que enaltezca a quienes la hereden para testimoniar su memoria como pueblo. No es lo mismo llevar la antorcha olímpica que adorar a Zeus, como no debería ser lo mismo interpretar con orgullo un rito africano como un hecho cultural, que validar desde instancias políticas e intelectuales un rito propio de comunidades de la edad de piedra, que injustamente acuñaría con el sello del atraso a toda la raza en su conjunto.