16-8-2008

 

Aquí es a donde mejor se dan

Es una pena que ahora no recuerde ningún fragmento de ranchera o joropo de los muchos que Hugo Chávez ha interpretado a lo largo de su carrera política para satirizar a sus enemigos, ni el contexto que lo llevó a hacerlo. A casi diez años de gobierno, ya podría hablarse de un fondo sustancioso de anécdotas triviales que bien harían las delicias de cualquier coleccionista. De momento, bastará esta media docena que encontré en El regreso del idiota, del escritor cubano Carlos Alberto Montaner, para ilustrar su versatilidad.

A la reina Isabel II intentó estamparle, a manera de saludo, un beso en la mejilla, para horror de los funcionarios del protocolo británico y de la propia soberana, quien logró esquivarlo a tiempo. A Vladímir Putin, cuando lo visitó por primera vez en Moscú, se le aproximó mimando el ataque de un karateca, mimo que por poco produjo en el presidente ruso y antiguo agente de la KGB un brusco reflejo defensivo, antes de comprender que era una simple e inesperada payasada de su visitante. Y al emperador Ahikito, del Japón, le devolvió su respetuosa reverencia con un exuberante abrazo caribeño.

Según los autores del libro, sus fobias se extienden a los conquistadores españoles y al propio Cristóbal Colón por el pecado de haber descubierto a América, cuando según él todo el mundo en su tierra estaba feliz con el cacique Guaicaipuro y otros emplumados aborígenes. Bajo tal venenosa inspiración, sus partidarios derribaron en el año 2004 la estatua del Almirante en el parque Los Caobos, de Caracas, al grito de “Colón genocida”.

Como promotor cultural no tiene desperdicio. Una vez se le ocurrió mandar a imprimir un millón de ejemplares de Los Miserables de Víctor Hugo, a fin de distribuirla gratuitamente entre los escolares. Él mismo terminaba de leerla, y estaba tan fascinado con ella que no tuvo inconveniente en reservarle un espacio en su programa Aló Presidente. Solo que olvidó el apellido de Jean Valjean, el protagonista, de modo que balbuceó: “Jean, Jean, ¿Jean qué? Bueno, el Jean ese…”. En otra ocasión, su antiimperialismo lo llevó a recomendar un libro nada menos que desde el podio de las Naciones Unidas: Hegemonía o supervivencia. La estrategia imperialista de Estados Unidos, de Noam Chomsky. Más tarde, en una conferencia de prensa, dio por muerto al autor, manifestando su pena por no haberlo conocido en vida. Chomsky, de setenta y siete años, agradeció la propaganda hecha a su libro –que por unos días lo convirtió en bestseller– y lo disculpó amablemente por haberlo extirparlo del mundo de los vivos antes de tiempo.

Todos estos desafueros, que cualquier ciudadano con una pizca de cultura o seriedad tildaría de payasada, gozan de una inmunidad envidiable entre no pocos latinoamericanos. No dudo que a los ojos del habitante arquetípico de la mayor de las Antillas, como buen latino, lo del beso guasón a la reina campee más que una demostración de respeto a la manera tradicional: una reverencia sería in-compatible con nuestra pobreza enfermizamente revolucionaria.

No es de extrañar, pues, que batiendo el adjetivo sagrado, cualquier demagogo mediocre se alce en hombros de la masa ignorante citando libros que no ha leído, y apropiándose de personajes históricos mientras exhorta al pueblo a venerarlos como a los santos del catolicismo, para cubrirlos con un halo de pureza, evitando así el cuestionamiento sano a las flaquezas humanas de los mismos. Los demagogos, más que de la lealtad, necesitan de la fe en el fin de sus propósitos, que suelen manipularla con relativa astucia, valiéndose de un diagnóstico eficaz y fácil de comprender: la culpa a un enemigo que nos absuelva de la culpa nuestra. Y que esta gente no entiende, pues cuando de culpar se trata, culpan hasta al mismísimo Cristóbal Colón, que murió sin imaginar la fertilidad de las tierras que había descubierto, pues acá, cualquier semilla, sin distinción, echa raíces y prolifera como el marabú.