15-11-2008

 

Un marketing para Kundera

Este sucesor de Kafka con nombre propio, ya en los años ochenta se preguntaba que cómo era posible que en Praga las novelas de su coterráneo se confundieran con la vida, mientras que, en París, las mismas novelas fueran tomadas como la expresión hermética del mundo exclusivamente subjetivo del autor. ¿Significaba ello que esa virtualidad del mundo a la que se le llama kafkiana, se transformaba más fácilmente en destinos concretos en la Praga comunista que en la capital de Francia?

Kundera más de una vez, en su ciudad natal, había oído llamar a la secretaría del Partido (una casa fea y más bien moderna) “el castillo”. Al número dos del Partido (un tal camarada Hendrych) identificarlo con el apodo Klamm (klam, en checo, significa espejismo o engaño). Y al poeta A., un gran personaje comunista encarcelado tras un proceso estalinista en los cincuenta, que en su celda escribió una serie de poemas en los que se declaró fiel al comunismo a pesar de todo lo que le había sucedido, ver bautizado su loa a sus verdugos como “la gratitud de José K.”

Se me antojó gracioso que el pasado octubre Milan Kundera, la voz más autorizada hasta donde tengo noticias para hablar del fenómeno kafkiano, se viera envuelto en una situación kafkiana a estas alturas.Gracioso porque en el mundo de hoy, al menos en el de tradición judeocristiana, ya no quedan “Pragas” como aquella de Kundera, salvo, claro está, en una isla del Caribe. Entonces, ¿cómo defenderse? ¿Pueden las generaciones que no sufrieron el régimen comunista en carne propia, llegar a comprender lo kafkiano como parte de la vida real como sucedía en aquella Praga, en vez de como la expresión hermética del mundo exclusivamente subjetivo del autor, como imagino debe ocurrir hoy en el mundo globalizado?

Kundera, al igual que José K., ha sido acusado. Ha aparecido un archivo en el que aparece un informe firmado con su nombre en el que denuncia a un compañero de agente secreto al servicio de una potencia extranjera. Igual que en el mundo kafkiano, nadie con rostro acusa: quien acusa una Institución. No cualquier institución, sino una Institución en el sentido kafkiano. Podría incluso hablarse de La (única posible) Institución en sentido teológico. ¿A qué me estoy refiriendo? Pues a que en un Estado totalitario no es más que una inmensa Institución: como todo el trabajo está en él estatalizado, la gente de todos los oficios se han convertido en empleados. Un obrero ya no es un obrero, un juez ya no es un juez, un comerciante ya no es un comerciante, un cura ya no es un cura, son todos funcionarios de la Institución. “Pertenezco al Tribunal”, le dice el sacerdote a José K. en la catedral. En este caso los abogados defensores, por lógica, también están al servicio del Tribunal de la Institución.

No podía ser de otro modo; si es verdad o no, poco importa. Lo importante es que, la noticia o la calumnia, a Kundera le vendrá como anillo al dedo. Las personas con cuatro dedos de frente que leyeron El código Da Vinci saben a qué me refiero. Poco importa si Kundera fue chivato o no, como poco le importó a aquel muchachito hipnotizado con la novela de Dan Brown, los libros que el monseñor Carlos Manuel de Céspedes le facilitó y que dejaban claro que El código... era una falacia.

El goce de los sentidos apaga el goce del intelecto, y la “cultura de masas” no es más que lo primero. Milan Kundera que no pierda el tiempo en explicar lo kafkiano porque, en pleno siglo XXI, solo lo comprenderán unos cuantos que sufren aterrillados bajo el sol del Caribe. En lugar de eso que aproveche el chismecito como marketing, que eso es lo bueno de la globalización. Quien quita que, a partir de ahora, vuelva a ponerse de moda y le caigan unos pesitos extras.